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miércoles, 16 de enero de 2013

La aceptación del concepto de Poder como negación del anarquismo


Patrick Rossineri

En un artículo publicado en la revista Libre Pensamiento, nº 66, otoño 2010, “Repensar el poder. A propósito de La Sociedad contra el Estado de Pierre Clastres”, Beltrán Roca Martínez sostiene que la visión anarquista clásica sobre el Poder, si bien contiene aportes esenciales para su comprensión, deja por fuera importantes dimensiones de este concepto. Sostiene además que este enfoque hace una identificación limitada y reduccionista entre poder y coerción. El autor despacha rápidamente el tema, resolviendo el punto en cuestión en las siguientes breves líneas:

A pesar de sus preciadas aportaciones, el anarquismo no ha sabido captar totalmente la complejidad del poder. En particular, se ha identificado poder exclusivamente con coerción. El poder es algo que limita, es incapaz de producir nada. Y como defensor radical de la libertad, según esta argumentación, el anarquista debe oponerse a toda forma de poder. En otras ocasiones se identifica poder con Estado y capitalismo, dejando fuera de la crítica y el análisis numerosas relaciones de poder que recorren el tejido social: a través de la medicina, los conocimientos, la sexualidad, etc. (aunque este error ha sido más frecuente entre los marxistas). Además, la mayoría de las veces hablar sobre el poder en las mismas organizaciones anarquistas es tabú; lo cual contribuye aun más a la confusión y no ser capaz de analizar con rigor las estructuras organizativas del movimiento.
Sin embargo, hay que matizar que en los mismos autores clásicos pueden encontrarse citas que apuntan una comprensión más compleja del fenómeno. Bakunin, por ejemplo, llama a “organizar las fuerzas del pueblo”:
“Organizar las fuerzas del pueblo para realizar tal revolución, he ahí el único fin de los que desean sinceramente la libertad…” (Bakunin, 1977: 108).
Las “fuerzas del pueblo” a las que hace referencia Bakunin no son otra cosa que el “poder popular”, sobre el que reflexionaremos al final de este artículo.

Comenzando por el final, lo primero que resulta sorprendente es esta fantástica conclusión de que “organizar las fuerzas del pueblo” equivale a organizar el poder popular.[i] Lamentablemente el autor olvidó fundamentar cómo partiendo de un teórico como Bakunin, que jamás habló de poder popular ni nada que se le pareciese, se puede llegar a concluir que se está haciendo referencia precisamente al “poder popular”. Como tal identificación entre el pensamiento del gran anarquista ruso y el controvertido concepto de poder popular no ha sido argumentada en absoluto por Roca Martínez, pasaremos a otras aseveraciones del artículo que al menos están respaldadas por un mínimo argumento.

No podemos dejar de estar de acuerdo cuando el autor afirma que “el anarquismo no ha sabido captar totalmente la complejidad del poder”, ya que visto desde una perspectiva contemporánea, dentro del campo de las ciencias sociales y humanísticas se han escrito toneladas de páginas y se han invertido miles de horas de investigación sobre el tema. Pero no podemos sumarnos al reproche encubierto de Roca Martínez a los clásicos del anarquismo, por no haber ahondado estos en una concepción de poder similar o afín a la de Michel Foucault y en menor medida a la de Pierre Clastres. El absurdo del regaño quedaría en evidencia si lo aplicásemos a otros casos, por ejemplo: “la física de Newton no ha sabido captar totalmente la complejidad de la relatividad del espacio-tiempo”; o, “la geometría de Euclides no ha sabido captar las complejidades de las geometrías no euclidianas”, o mejor aún, “los criadores de caballos del siglo XIX no han sabido estimar las ventajas de la fabricación de automóviles”. No parece que tenga mayor sentido el reconvenir a los anarquistas de hace 150 años por no haber desentrañado los laberintos y la anatomía del poder como lo hizo Foucault más de un siglo después.[ii] Los problemas y preguntas, las ideas y conceptos de un momento político y social particular de la Historia, son el producto y la respuesta a las crisis y transformaciones en el orden político, económico y social de su propio contexto. Una ideología es, en buena medida, incomprensible fuera del contexto histórico en que fue producida, porque fue pergeñada como contestación a problemáticas concretas y por personas concretas, no como un divague intelectual en respuesta a cuestiones abstractas.


Intentaremos entonces analizar el contexto histórico en que se desarrollaron las ideas anarquistas, profundizando en los conceptos de autoridad y poder, a fin de aclarar que estos conceptos no han sido tomados de forma reduccionista ni simplista, ni por los anarquistas ni por las diversas sociologías decimonónicas, y más bien han sido problematizados en correspondencia con su realidad y experiencia histórica.

La teoría del contrato

Prácticamente toda la teoría social del siglo XIX fue una reacción contra el racionalismo del siglo XVIII que constituyó el fundamento político/filosófico de la Revolución Francesa. Dentro de este movimiento intelectual, la idea de Contrato Social que Jean Jacques Rousseau concibió, fue uno de los pilares fundamentales del Nuevo Orden revolucionario que se proclamó cuando los jacobinos tomaron el poder, frente a la ideología del Antiguo Régimen, es decir, la monarquía semi-feudal y el poderío de la Iglesia.

La teoría contractualista postulaba que la humanidad se había originado en una anarquía primigenia, donde los seres humanos eran libres unos respecto de otros, sin vínculos ni relaciones sociales entre sí, en un estado de naturaleza cercano al de los animales y sin conformar una sociedad. En un segundo estado civil, donde se fundaba la sociedad, devenía el contrato entre gobernados y gobernantes, donde los primeros delegaban en los segundos, que pasaban a ser los representantes de la voluntad general. Aquí se instituía el vínculo político, que dio origen a la sociedad y al Estado, que para la teoría contractualista eran interdependientes, es decir, sin Estado no podía existir la sociedad. Este esquema teórico es denominado modelo iusnaturalista (Norberto Bobbio, p. 67-93). Es una construcción intelectual correspondiente con este contexto histórico específico, pero que no tiene ningún asidero con la realidad, ya que semejante escenario en la historia y la evolución humana jamás ha existido.

Los autores contractualistas (Hobbes, Locke, Rousseau), describieron de diferentes maneras el estado de naturaleza –desde la hobbesiana guerra de todos contra todos al mito roussoniano del buen salvaje- pero coincidían en la estructura argumental. Se podría simplificar este pensamiento en base a algunas oposiciones o ideas dicotómicas entre el estado de naturaleza y el estado civil: salvajismo/civilización; anarquía/Estado; naturaleza/sociedad; individuo aislado/individuo asociado; ausencia de política/sociedad política; desorden/orden; igualdad/desigualdad; supervivencia individual/contrato social. Fundamentalmente, lo que se infería era que los humanos (pueblo) pactaban un acuerdo o contrato, resignando algunos de sus derechos en una persona o grupo de personas principales (gobernantes), a fin de beneficiar a toda la colectividad. En algunos autores, esta concesión era temporal y se renovaba cada cierto tiempo (democracia), en otros era permanente y el poder se transmitía por sucesión (monarquía). El incumplimiento del contrato por parte de los gobernantes, es decir, si gobernaban contra la voluntad general, habilitaba al pueblo a derrocar a sus gobernantes y poner a otros en su reemplazo.

La oposición al contractualismo

El movimiento contra el racionalismo individualista tuvo tres troncos principales, ideológicamente muy diferentes, pero con algunos fundamentos en común: el conservadorismo (que proponía el retorno al antiguo régimen), el liberalismo (que defendía la autonomía y los derechos político/civiles del individuo) y el radicalismo (propugnaba una revolución económica y social; abarcaba todas las corrientes socialistas, incluido el anarquismo). Estas tres corrientes tenían una particular visión de la idea de poder político, contrapuesta en gran medida a la de autoridad (política y social).

La idea de autoridad podemos describirla como “la estructura u orden interno de una asociación, ya sea política, religiosa o cultural y recibe su legitimidad por sus raíces en la función social, la tradición o la fidelidad a una causa”. Sociológicamente el concepto antinómico sería el de poder, identificado con las fuerzas represivas y con la burocracia administrativa despersonalizada (Nisbet: p. 18 y 19). El pensamiento radical tenía como característica distintiva que creía en las posibilidades de redención social mediante la conquista del poder político y su utilización sin límites. La creencia jacobina en el poder absoluto al servicio de la razón, la nación y la humanidad, eliminando las tiranías y las desigualdades, así como las instituciones que las causaban, en especial la Iglesia. El poder y la razón se esgrimían contra la autoridad y la tradición.

Siguiendo al contractualismo, muchos radicales justificaban el poder totalitario basándose en la idea de “voluntad general”. El gobierno revolucionario en el poder encarnaba la voluntad general, no un poder externo a la sociedad sino, el poder colectivo del pueblo ejercido a través de sus representantes. De esta forma, el poder total encarnado en la Asamblea, o incluso en un solo hombre, servía al fin de alcanzar la libertad para los millones de oprimidos por la Iglesia, la aristocracia, la monarquía y los gremios del Antiguo Régimen. El poder político se concebía como un medio para alcanzar la libertad y la igualdad, siendo la Nación la fuente de toda autoridad legítima, considerando a los hombres y mujeres del pueblo como una fraternidad nacional. El ejercicio del poder racional e ilimitado era la manera de acabar con la confusión de autoridades tradicionales superpuestas legadas de la monarquía y el feudalismo. En el nuevo orden, la devoción por Dios y la Iglesia pasaba a ser reemplazada por la adoración del Pueblo y el Estado; esta sería la base moral del poder político revolucionario. Y sería la piedra basal de la mayor parte de las corrientes democráticas y socialistas de los siglos XIX y XX para la aceptación de la conquista del poder del estado como agente revolucionario.

Socialistas y demócratas como Saint-Simón, Blanqui, Blanc, Mazzini, Marx, Engels, Bernstein o Lenin, partieron de esta idea para justificar tanto el nacionalismo democrático, el reformismo socialista como la dictadura del proletariado. Sin toma del poder (absoluto o parcial) no se podría alcanzar un nuevo orden revolucionario. Aquí es donde los anarquistas desde Proudhon y Bakunin hasta Malatesta y Kropotkin, así como algunos pensadores socialistas libertarios o utópicos (William Morris, Owen, Fourier) se distanciaron de este desvelo por la toma del poder político. La solución anarquista pasaría por la aniquilación de dicho poder.

Poder político y autoridad social

Uno de los temas fundamentales de la naciente sociología del siglo XIX fue la temática relacionada con la crisis y la decadencia de la autoridad tradicional, y su reemplazo por nuevas formas de poder. En la sociedad del Antiguo Régimen -la organización social que precedió a la revolución industrial y la revolución democrática burguesa en Europa- la autoridad no era concebida como identidad separada o distinta del conjunto social. Estaba “profundamente incorporada a las funciones sociales, parte inalienable del orden interno de la familia, el vecindario, la parroquia y el gremio, ritualizada en toda circunstancia, la autoridad está unida de modo tan estrecho con la tradición y la moralidad, que apenas se la advierte más que el aire que los hombres respiran. Aún en manos del rey, tiende a mantener en una sociedad de esa índole su carácter difuso e indirecto” (Nisbet: p. 147). La autoridad patriarcal del rey no se diferencia de la que tienen los padres sobre sus hijos, la autoridad está tan imbricada e integrada en la moral del orden social que no es posible visualizarla como algo separado del cuerpo social.

El golpe mortal dado a la autoridad tradicional por los efectos de la revolución industrial y la Revolución Francesa, generó profundos sentimientos de angustia y preocupación en el pensamiento conservador. Esta corriente temía que la autoridad perdida dejaría una masa de individuos aislados e indefensos frente a nuevas formas de poder arbitrario, terrible y totalizador. Esta imagen del poder revolucionario jacobino desvelaba a pensadores como Burke, Burckhardt, Carlyle, Tocqueville, Simmel, etc. La naciente sociología describía al nuevo poder político que surgía ante sus ojos como:

a) Un poder totalizador, que se extendía a todos los órdenes de la vida. b) Un poder legitimado por las masas, donde el conjunto de los ciudadanos son los soberanos, que expresaban su voluntad general a través del poder político. c) Un poder centralizado, que exterminó a las comunas, los gremios y todo tipo de administración descentralizada. La centralización surgió como forma de darle participación a las masas de ese poder. Todas las formas de autoridad tradicional se interponían entre el gobierno revolucionario y el pueblo, por lo que deberían ser desarticuladas; el poder centralizado, incluso el dictatorial, era el mejor medio para representar a la voluntad general. d) Un poder racionalizado, donde se simplificó la administración, se uniformaron las medidas, se impuso una lengua mediante el sistema educativo, se racionalizó el ejército de masas, donde surgió una nueva burocracia administrativa, despersonalizada, donde todo podía ser medido, pesado, documentado y registrado mediante un número, una norma, una regla, una fórmula o un patrón (Nisbet: p. 148-150).

Una de las grandes diferencias entre el pensamiento conservador y el revolucionario radical consistía precisamente que los conservadores –seguidores de la tradición medieval- exaltaban una sociedad pluralista, con centros políticos distribuidos, con una autoridad apoyada en la comunidad local, la familia patriarcal, la parroquia y la tradición. En cambio, los radicales apostaban a la centralización del poder, al racionalismo administrativo y a la liberación del pueblo de las instituciones tradicionales que lo oprimían. La contraposición se resume en la distinción entre autoridad social (vinculada al antiguo régimen) y el poder político (vinculado al nuevo orden), que será tema de la sociología de Bonald, Weber y Durkheim, como sus últimos expositores.

Libertad, Autoridad y Poder en Proudhon

Las formas de coerción social, el origen y fundamento de las normas sociales y las formas control social serán preocupaciones de los sociólogos de siglo XIX, y muy en especial de los anarquistas. Esto último es explicado por Robert Nisbet en el siguiente –y extenso- párrafo:
“Sería falso suponer que esta distinción entre la autoridad social y el poder político se apoya solamente en el pensamiento conservador. Ese fue su origen, pero más tarde se difundió mucho. Los anarquistas habrían de esgrimirla. Para ellos el problema del poder en la sociedad moderna derivó en gran parte su intensidad del enorme realce que la Revolución había dado a la idea de Estado. ‘La democracia es simplemente el Estado elevado a la enésima potencia,’ diría Proudhon, (…) [que] tenía profundo interés en el localismo y la multiplicación de centros de autoridad en la sociedad, como medio para contener la centralización, basada sobre las masas (…) El pluralismo y la descentralización, aspectos notables del anarquismo del siglo XIX –desde Proudhon hasta Kropotkin- proceden ambos de un sentido vívido de la diferencia existente entre autoridad social, que es de acuerdo con la definición anarquista, múltiple, asociativa, funcional y autónoma, y el poder político del Estado; este último, por muy ‘democrático’ que haya sido, en sus raíces, está destinado a la centralización y a la burocratización, a menos que lo equilibre la autoridad implícita en el localismo y la libre asociación” (Nisbet: p. 155).

El federalismo de Proudhon y su afán por la comunidad local, así como su oposición a la centralización de la industria a favor de las producciones de pequeña escala, le ganaron el mote de pequeñoburgués por el autoritario burgués Karl Marx y su criado Engels. En su visión de la industria, más que pequeñoburgués, el pensamiento proudhoniano casi podría calificarse de utopista, más cercano al pensamiento de Owen que al de los anarquistas que le sucedieron. El tradicionalismo patriarcal de Proudhon, profundamente criticado por los anarquistas contemporáneos, no le permitía visualizar la posibilidad de alcanzar la anarquía en una economía de grandes industrias, pero esta limitación sería ampliamente superada por Bakunin y toda la línea libertaria de autores que se inspiraron en sus ideas.

En El Principio Federativo, Proudhon argumentaba que existía una contraposición entre un Régimen de Libertad – con sus variantes de democracia y anarquismo- y un Régimen de Autoridad (entendiendo a esta como indivisión del poder) –con su diferenciación entre monarquía absoluta y comunismo autoritario o estatista. No obstante ser ideas antitéticas, según el autor no pueden existir el uno sin el otro: “en toda sociedad, aun la más autoritaria, hay que dejar necesariamente una parte a la libertad; y, recíprocamente, que en toda sociedad, aun la más liberal, hay que reservar una parte a la autoridad. Esta condición es tan absoluta, que no puede sustraerse a ella ninguna combinación política. A despecho del entendimiento, que tiende incesantemente a transformar la diversidad en unidad, permanecen los dos principios el uno enfrente del otro y en oposición continua. El movimiento político resalta de su tendencia inevitable a limitarse y de su reacción mutua.”

En esta tensión dialéctica entre Autoridad y Libertad no hay una resolución o síntesis –como en Hegel- sino una relación dinámica y continua, con diversos resultados o sistemas políticos. El anarquismo sería el sistema donde el principio de libertad alcanza su máxima expresión, mientras que el principio de autoridad se reduce al mínimo irreductible necesario.

El principio de Autoridad, es decir, el poder político indiviso, absoluto y centralizado se funda en una extensión del modelo de familia patriarcal. El monarca asume la figura del pater familias romano y se disuelve en el Estado-Nación: “así en la monarquía el príncipe es a la vez legislador, administrador, juez, general, pontífice. Tiene el dominio eminente sobre la tierra y sus productos; es jefe de las artes y los oficios, del comercio, de la agricultura, de la marina, de la instrucción pública; está revestido de toda autoridad y de todo derecho. El rey es, en dos palabras, el representante, la encarnación de la sociedad: él es el Estado. La reunión o indivisión de los poderes es el carácter de la monarquía. Al principio de autoridad que distingue al padre de familia y al monarca, viene a unirse aquí como corolario el principio de universalidad de atribuciones.” Frente al poder central, Proudhon opone la autoridad federal, asociada, libre, reducida en número, restringida, especializada y municipalizada.

A diferencia de un Saint-Simón, que proponía la reforma del Estado, Proudhon sostenía que la solución a la crisis de su tiempo devendría de la transformación de la sociedad, modificando las relaciones entre el orden social y el político. La función del Estado –organismo exterior a la sociedad- se delimitaría a su mínima expresión, mientras que la dirección económica y política convergería en la sociedad de trabajadores. La contraposición que postulaba Proudhon no era entre Individuo/Estado o Individuo/Sociedad, que será el tema de los individualistas, sino el par antagónico Estado/Sociedad. El individuo solo existe dentro de un grupo social integrado de múltiples relaciones internas. Por el contrario, la centralización política del Estado sobre las masas atomiza a la sociedad en individuos aislados: “El sufragio universal es una especie de atomismo mediante el cual el legislador, no pudiendo dejar hablar al pueblo como unidad corpórea, invita a los ciudadanos a expresar su opinión por cabeza, viritim, igual que el filósofo epicúreo explica el pensamiento, la voluntad, el entendimiento, por combinaciones de átomos” (en La Solución del Problema Social, 1848). El cuerpo de la nación se reduce a un conglomerado de moléculas manejado exteriormente por la estructura política superior y centralizada del poder político del Estado (Buber: p. 44-45).

Las ideas de Proudhon sobre el poder político –contradictorias, complejas, mutables, versátiles y flexibles- están muy lejos de ser simplemente un sinónimo de coerción, como sostiene Roca Martínez. Todo lo contrario se manifiesta en uno de los párrafos más célebres de la pluma de Proudhon: “Ser gobernado significa ser vigilado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, reglamentado, encasillado, adoctrinado, sermoneado, fiscalizado, estimado, apreciado, censurado, mandado, por seres que carecen de títulos, ciencia y virtud para ello [...]. Ser gobernado significa ser anotado, registrado, empadronado, arancelado, sellado, medido, evaluado, cotizado, patentado, licenciado, autorizado, apostillado, amonestado, contenido, reformado, enmendado, corregido, al realizar cualquier operación, cualquier transacción, cualquier movimiento. Significa, so pretexto de utilidad pública y en nombre del interés general, verse obligado a pagar contribuciones, ser inspeccionado, saqueado, explotado, monopolizado, depredado, presionado, embaucado, robado; luego, a la menor resistencia, a la primera palabra de queja, reprimido, multado, vilipendiado, vejado, acosado, maltratado, aporreado, desarmado, agarrotado, encarcelado, fusilado, ametrallado, juzgado, condenado, deportado, sacrificado, vendido, traicionado y, para colmo, burlado, ridiculizado, ultrajado, deshonrado. ¡Eso es el gobierno, ésa es su justicia, esa es su moral!” (Guerin: p. 43). Lo mismo podríamos decir de Bakunin, cuyo pensamiento – que se presenta asistemático y fragmentado en decenas de libros, cartas, artículos y manifiestos- era de una gran profundidad filosófica.

Bakunin frente al poder

Para Bakunin la distinción entre autoridad social y poder político quedará de manifiesto perfectamente en sus escritos. Las personas debían reconocer que estaban sujetas a la autoridad de las leyes de la naturaleza, pero no ocurría lo mismo con la autoridad de los hombres. “¿Se desprende de esto que rechazo toda autoridad? Lejos de mí ese pensamiento. Cuando se trata de zapatos, prefiero la autoridad del zapatero; si se trata de una casa, de un canal o de un ferrocarril, consulto la del arquitecto o del ingeniero. Para esta o la otra, ciencia especial me dirijo a tal o cual sabio. Pero no dejo que se impongan a mí ni el zapatero, ni el arquitecto ni el sabio”, así lo expresaba en su gran obra Dios y el Estado. Las autoridades humanas no son infalibles, ni inevitables, ni inexorables. Hay quienes puedan conocer o saber sobre alguna ciencia específica, pero su conocimiento tendría un carácter provisorio y limitado ya que ninguna inteligencia “podría abarcar el todo. De donde resulta para la ciencia tanto como para la industria, la necesidad de la división y de la asociación del trabajo. Yo recibo y doy, tal es la vida humana. Cada uno es autoridad dirigente y cada uno es dirigido a su vez. Por tanto no hay autoridad fija y constante, sino un cambio continuo de autoridad y de subordinación mutuas, pasajeras y sobre todo voluntarias.”

Cuando una autoridad, se impone obligatoria en nombre de Dios o de la ciencia superior de un grupo de sabios, se convierte en poder y se abre el abismo entre gobernantes y gobernados. La máxima expresión de este poder organizado es la institución del Estado. En la naturaleza del poder está “la imposibilidad de soportar un superior o un igual, pues el poder no tiene otro objeto que la dominación, y la dominación no es real más que cuando le está sometido todo lo que la obstaculiza; ningún poder tolera otro más que cuando está obligado a ello, es decir, cuando se siente impotente para destruirlo o derribarlo” (El principio del Estado). En verdad, para Bakunin el poder político y la autoridad política tienen siempre una dimensión negativa, egoísta, explotadora y opresora, mientras que la autoridad social puede tener un carácter creador, interactivo, autogestionario. Y eso solo es posible cuando cada persona es autónoma, libre y se gobierna a sí misma, es decir, no tiene ninguna autoridad o poder que le someta.

Bakunin postulará la existencia de un instinto o una voluntad de poder en los humanos originado en las leyes de la vida y forjado en la lucha por la existencia, que se fue morigerando con la evolución de la humanidad. En la antigüedad tomaba la forma de esclavismo y de sujeción religiosa, mientras que en los tiempos modernos “esa lucha tiene lugar bajo el doble aspecto de la explotación del trabajo asalariado por parte del capital, y de la opresión política, jurídica, civil, militar y policíaca por el Estado y la Iglesia, y por la burocracia estatal; y continúa brotando dentro de todos los individuos nacidos en la sociedad el deseo, la necesidad ya veces la inevitabilidad de mandar y explotar a otras personas” (Consideraciones Filosóficas). La naturaleza instintiva de este comportamiento revela un costado oscuro de la humanidad, “un instinto carnívoro, completamente bestial y salvaje”, que se presenta de forma idealizada y noble, como instrumento de la razón o el bien público “pero sigue siendo en su esencia igualmente dañino, y se hace  todavía más perjudicial cuando, gracias a la aplicación de la  ciencia, extiende su horizonte e intensifica el poder de su acción.”

Bakunin no hace un rechazo ciego o una negación de la voluntad de poder en cada individuo, por el contrario, reconoce su existencia y su inevitabilidad. “La experiencia nos demuestra que el poder de la voluntad está bien lejos de ser siempre el poder del bien: los más grandes criminales, los malhechores en  el más alto grado, están dotados algunas veces de la mayor potencia de voluntad y, por otra parte, vemos bastante a menudo, ¡ay!, hombres excelentes, buenos, justos, llenos de sentimientos benevolentes, que están privados de esa facultad” (Cappelletti p. 146). Sin embargo, esta determinación negativa se desarrolla cuando las condiciones sociales hacen posible la aparición de un grupo con capacidad de oprimir y explotar al resto: “El crecimiento del instinto de poder está determinado, por condiciones sociales. E inevitablemente este elemento maldito se encuentra como instinto natural en todo hombre  sin excepción alguna. Todos llevamos dentro de nosotros mismos los gérmenes de esta pasión de poder, y todo germen, como sabemos, según una ley básica de la vida se desarrolla y crece siempre que encuentre en su medio condiciones favorables. En la sociedad humana esas condiciones son la estupidez, la ignorancia, la indiferencia apática y los hábitos serviles de las masas -por la cual podríamos decir en justicia que son las propias masas quienes producen esos explotadores, opresores, déspotas, y verdugos de la humanidad de los que son víctimas.” Esta vocación de poder que es natural en la especie humana es lo que impide cualquier forma de gobierno popular, ya que toda persona a quien se dote de poder se convertirá en opresor y explotador de las masas. Allí – sostiene Bakunin- radica la naturaleza corruptora del poder. Por más que el poder se ejerciera en nombre de la razón o la ciencia, quienes lo detenten no se diferenciarán de aquellos que lo hacían en nombre de Dios.

En este punto Bakunin se diferenciará de los filósofos de la Ilustración y defensores de la ficción del Contrato Social que “proclaman la teoría amenazadora e inhumana del derecho absoluto del Estado, mientras que los absolutistas monárquicos la apoyan, con mucha mayor consecuencia lógica, en la gracia de Dios.” Tanto liberales como revolucionarios hacen un culto del poder absoluto, con el fin de conservar sus privilegios de clase. Esto es también válido para el sistema democrático, que es planteado por Bakunin como una contradicción terminológica: “Donde todos gobiernan, ya no hay gobernados, y ya no hay Estado,” mientras que el poder del Estado esel poder del pueblo en su conjunto, pero organizado en detrimento del pueblo y en favor de las clases privilegiadas”. Esta concepción del poder no se corresponde con la estrecha idea de poder que le atribuye Roca Martínez, identificado exclusivamente con la coerción.

El fundamento teórico de este sistema democrático remite al modelo iusnaturalista que toma la libertad individual como anterior a la sociedad y no como un producto histórico de la sociedad. El Estado y la sociedad se confunden así en una misma estructura, mientras que los individuos son una masa apiñada de átomos libres que les da forma. Esta idea -cuya exacerbación es la teoría liberal- toma al hombre como algo que, según Bakunin, “no es siquiera completamente él mismo, un ser entero y en cierto modo absoluto más que fuera de la sociedad. Siendo libre anteriormente y fuera de la sociedad, forma necesariamente esta última por un acto voluntario y por una especie de contrato, sea instintivo o tácito, sea reflexivo o formal. En una palabra, en esa teoría no son los individuos los creados por la sociedad, son ellos, al contrario, los que la crean, impulsados por alguna necesidad exterior, tales como el trabajo y la guerra. Se ve que en esta teoría, la sociedad propiamente dicha no existe; la sociedad humana natural, el punto de partida real de toda civilización humana, el único ambiente en el cual puede nacer realmente y desarrollarse la personalidad y la libertad de los hombres, le es perfectamente desconocida. No reconoce de un lado más que a los individuos, seres existentes por sí mismos y libres de sí mismos, y por otro, a esa sociedad convencional, formada arbitrariamente por esos individuos y fundada en un contrato, formal o tácito, es decir, al Estado.”

Su crítica al poder no tendrá medias tintas ni abrirá la puerta a ninguna clase de poder popular, como pretende hacernos creer Roca Martínez: “Estamos convencidos como socialistas, vosotros y yo, de que el medio social la posición social y las condiciones de existencia, son más poderosas que la Inteligencia y la voluntad del individuo más fuerte y poderoso; y precisamente por este motivo exigimos una igualdad no natural sino social de los individuos como condición para la justicia y fundamento de la moralidad. Por eso detestamos el poder, todo poder, al igual que el pueblo lo detesta.” Pero Bakunin – en sus Consideraciones Filosóficas- hace esta sugerente salvedad, al afirmar que la única autoridad respetable para el pueblo emana de la experiencia colectiva, y será “mil veces más poderosa” que la de las autoridades estatales o eclesiásticas, es decir, “será la del espíritu colectivo y público  de una sociedad fundada sobre la Igualdad y la solidaridad  y sobre el respeto humano mutuo de todos sus miembros.” Influenciado por las ideas científicas de su época, -el darwinismo, el mecanicismo y el positivismo- Bakunin le atribuía al pueblo necesidades e “instintos populares”. De este modo, el pueblo ambicionaría instintivamente la organización de sus intereses económicos y “la ausencia completa de todo poder, de toda organización política, pues toda organización política desemboca inevitablemente en la negación de la libertad del pueblo”. Por supuesto que desde una perspectiva actual, tales instintos atribuidos a las masas por Bakunin no existieron jamás, y más bien son la expresión de sus propios deseos, de sus propias ideas sobre el poder.

Kropotkin, una perspectiva antropológica del poder

Influenciado por la revolución darwinista y las teorías evolucionistas, Piotr Kropotkin tomará al poder desde un enfoque etnológico e histórico, estudiando las transformaciones en sus instituciones políticas y sociales. Para Kropotkin la evolución social presenta siempre una serie de instituciones comunales, de relaciones solidarias, libres e igualitarias, contrapuestas a otras instituciones externas a la sociedad, de pretensiones elitistas, autoritarias, explotadoras y opresivas, cuyo paradigma moderno es el Estado. Como bien señala Nisbet (p. 155), en Kropotkin es perfectamente apreciable el contraste entre autoridad social y poder (autoridad política). En su obra magna El Apoyo Mutuo expone que, la comuna aldeana obraba como la principal herramienta que permitía a los campesinos sobrevivir a la naturaleza hostil mediante los lazos solidarios internos, sino también enfrentar a aquellos sectores que pretendían alzarse sobre la mayoría para reforzar su autoridad e imponer su voluntad. Dentro de la comuna aldeana operaban mecanismos para imponer las relaciones solidarias sobre las relaciones de depredación y autoritarismo (estas observaciones serían confirmadas por investigaciones etnológicas posteriores, en especial por autores como Marcel Mauss, Marshall Sahlins, Richard Lee, Marvin Harris y Pierre Clastres). El habitante de las comunas bárbaras “se sometía a una serie entera y completa de instituciones, imbuidas de cuidadosas consideraciones sobre qué puede ser útil o nocivo para su tribu o su confederación; y las instituciones de este género fueron transmitidas religiosamente de generación en generación en versos y cantos, en proverbios y tríades, en sentencias e instrucciones.”

Las riñas, peleas, disputas y conflictos eran arbitrados por prestigiosos miembros de la comuna, donde se procuraba una reparación de la ofensa y una disculpa, basados en un derecho consuetudinario local. Las disputas entre miembros de la aldea eran de interés comunal, y cuando no se resolvían en la esfera privada, se lo hacía públicamente; este comportamiento tenía la función de restaurar el equilibrio roto por el conflicto: “aparte de su autoridad moral, la asamblea comunal no tenía ninguna otra fuerza para hacer cumplir su sentencia. La única amenaza posible era declarar al rebelde, proscrito, fuera de la ley.” Pero el ir contra el derecho común era inimaginable debido al peso moral de la autoridad comunal, por lo que rara vez se expulsaba a un miembro de una comunidad. Señala Kropotkin que era tan marcada la influencia moral de las comunas aldeanas, que durante la época feudal conservaron la autoridad jurídica sobre los señores, limitando su poder.

Según sostenía Kropotkin, la acumulación de riquezas en manos de una minoría fue el primer paso al surgimiento del poder:

“detrás de las riquezas sigue siempre el poder. Pero, sin embargo, cuanto más penetramos en la vida de aquellos tiempos -siglo sexto y séptimo- tanto más nos convencemos de que para el establecimiento del poder de la minoría se requería, además de la riqueza y de la fuerza militar, todavía un elemento. Este elemento fue la ley y el derecho, el deseo de las masas de mantener la paz y establecer lo que consideraban justicia; y este deseo dio a los caudillos de las mesnadas, a los knyazi, príncipes, reyes, etc., la fuerza que adquirieron dos o tres siglos después. La misma idea de la justicia, nacida en el período tribal, pero concebida ahora como la compensación debida por la ofensa causada, pasó como un hilo rojo a través de la historia de todas las instituciones siguientes; y en medida considerablemente mayor que las causas militares o económicas, sirvió de base sobre la cual se desarrolló la autoridad de los reyes y de los señores feudales.”

Entonces el poder político surge contra la autoridad social de la comuna y finalmente se impone sobre ella, no tanto por medio de la coerción sino burocratizando y cristalizando las formas antiguas del derecho consuetudinario comunal. Las fuerzas que antes operaban para mantener el equilibrio solidario se convertirían en fuerzas para mantener el orden autoritario recién creado. Esta transformación gradual no se dio de forma necesariamente violenta, ni por la imposición de la fuerza, sino más bien por el surgimiento de poderes definidos dentro de la aldea, siendo el poder jurídico quizás el más influyente.  En su breve estudio El Estado, Kropotkin plantea –con escaso fundamento histórico y antropológico- que poco a poco el derecho comunal se especializó y fue siendo paulatinamente apropiado por algunas familias que se transformaron en especialistas, a los que acudían los aldeanos particulares e incluso las tribus, cuando necesitaban quien arbitre en un conflicto.

“La autoridad del rey o del príncipe germina ya en estas familias, y cuando más estudio las instituciones de aquella época, más claro veo que el conocimiento de la ley rutinaria, de hábito, hizo mucho más para constituir esta autoridad que la fuerza de la guerra. El hombre se ha dejado esclavizar mejor por su deseo de castigar según la ley que por la conquista directa militar. Y así fue como surgió gradualmente la primera concentración de los poderes, la primera mutua seguridad para la dominación, la del juez y la del jefe militar, contra la comuna del pueblo. Un hombre sueña con estas dos funciones y se rodea de hombres armados para ejecutar las decisiones judiciales, se fortifica en su hogar, acumula en su familia las riquezas de la época - pan, ganado, hierro - y poco a poco impone su dominio a los campesinos de los alrededores. Y el sabio de la época, es decir, el hechicero o el sacerdote, no tardaron en prestarle apoyo y en compartir la dominación, o bien, añadiendo la lanza a su poder de mago, se sirvieron de ambos en provecho propio.”

En este último párrafo de Kropotkin es claramente apreciable la influencia de Etienne de La Boetie, autor del célebre “Discurso sobre la servidumbre voluntaria”. La pregunta que se hacía el francés era por qué los hombres -habiendo nacido libres- se sometían a la autoridad voluntariamente, sin necesidad de mediar la coerción; y es precisamente Kropotkin quien intenta dar con la respuesta al estudiar el surgimiento del poder político y del Estado moderno. Como se puede apreciar, la noción de Poder que tenía Kropotkin era bastante más compleja que la identificación lisa y llana con coerción, tal como supone Beltrán Roca Martínez.

Es necesario aclarar que el enfoque científico que intentó darle Kropotkin a sus investigaciones, con el desarrollo de la investigación etnográfica, la antropología cultural y la teoría social quedó obsoleto, precisamente por el carácter provisorio de todo estudio científico. Sin embargo, las ideas de Kropotkin influenciaron a otros autores posteriores como Alfred R. Radcliffe-Brown, Pitirim Sorokin y Ashley Montagu, entre otros, que profundizaron algunos de sus enfoques. Por otro lado, la visión de Kropotkin supo presentarse en los albores del siglo XX, como una refrescante alternativa al historicismo alemán de corte hegeliano, cuya expresión más célebre fue el actualmente naufragado materialismo histórico de Marx y Engels.

El poder en la filosofía de Landauer

“El Estado es una situación, una relación entre los hombres, es un modo de comportamiento de los hombres entre sí; y se le destruye estableciendo otras relaciones, comportándose con los demás de otro modo”. Lejos del historicismo y el sociologismo de Kropotkin, esta afirmación de Gustav Landauer muestra una perspectiva muy original sobre el poder, la autoridad y el Estado. Para Landauer el Estado es una relación, donde se impone la coerción, y que se opone a otro tipo de relación, que denomina pueblo, donde la asociación voluntaria, solidaria y descentralizada son la regla. Esta última existe de hecho en todas las sociedades, es la forma de asociación natural que une a los hombres y mujeres, pero que no ha conformado todavía una federación u organización superior, “un organismo de innumerables órganos y miembros”, donde reside el espíritu del socialismo. Para Landauer el socialismo no es algo nuevo, sino algo que ya existía anteriormente dentro de la comunidad, sometida y soterrada por el Estado y en contra del Estado. Esta forma de relación  del pueblo convive con la forma de relación Estado, aunque por fuera y aparte de ésta. Según esta interpretación, el socialismo es siempre posible, en todo momento histórico y espacio geográfico, siempre que los hombres así lo deseen y lo realicen; o igualmente imposible, si los hombres no lo quieren.

Esta relación antagónica entre Estado y comunidad, según sostiene Martin Buber[iii], no se trata de la alternativa Estado o no-Estado: “Si el Estado es una relación que, en realidad, sólo se destruye al establecer otra, se destruye precisamente con cada paso hacia la nueva relación.” La base del Estado (la coacción legal) es la incapacidad de los hombres para unirse voluntariamente en un orden justo. Pero el alcance del Estado sobrepasa esta base coactiva y constituye un plus-Estado, que se perpetúa en el tiempo y se niega a reducirse aún cuando aumente la capacidad de un orden voluntario de las personas. El poder acumulado por el Estado no se retira si no es obligado a hacerlo; pierde su base racional original que se justificaba en la incapacidad de la sociedad de sostener un orden voluntario justo y se convierte en poder puro, el poder por el poder mismo, donde lo muerto domina a lo vivo.

El avance y el crecimiento de las comunidades (y las personas), con las uniones y federaciones de éstas renuevan la estructura orgánica de la sociedad, suplantando y destruyendo al Estado. La coexistencia de la sociedad y el Estado no implica la aceptación del reformismo o el gradualismo hacia la consecución del socialismo, sino una dialéctica donde cada paso constructivo hacia la anarquía es un paso hacia la destrucción del Estado. Según argumenta Buber, tanto para  Landauer como para Proudhon “una asociación sin espíritu comunitario suficiente, suficientemente vital, no sustituye al Estado por la sociedad, sino que lleva en sí misma al Estado, y lo que hace no puede ser otra cosa que Estado, o sea: política de poder y expansionismo, sostenidos por una burocracia.” Para Landauer no hay que esperar a que llegue la revolución para realizar la finalidad de la Anarquía; más bien, la Anarquía y el Socialismo se hacen sobre la marcha, son medio y fin al mismo tiempo.

Como dijimos, la perspectiva de Landauer toma al Estado como una forma de relación entre los hombres, es decir, una sociedad estatal está conformada por relaciones de poder entre sus miembros, de dominación, que se expresa en varias facetas al mismo tiempo: relaciones de poder político, religiosos, cultural, económico, etc. Landauer consideraba la sociedad medioeval como predominantemente autónoma, donde se entrelazaban los diversos grupos y comunidades sin conformar un poder político centralizado. “En contraposición al principio del centralismo y del poder político, que hace su entrada allí donde ha desaparecido el espíritu comunitario, (…) la Edad Cristiana representa un grado de civilización en el que coexisten, una al lado de la otra, múltiples estructuras sociales especificas, que están impregnadas pos un espíritu unificador y encarnan una colectividad de muchas autonomías libremente vinculadas.” Esta situación cambiaría radicalmente durante el Renacimiento y surgimiento del absolutismo europeo, precursores del Estado-Nación moderno, el nacionalismo y el capitalismo.

Precisamente, si el poder del Estado está vinculado a lo absoluto, el socialismo estará alejado de lo absoluto. En este sentido, el socialismo es la creación continua de comunidad dentro de la familia humana (Buber, pg. 81). Y en contraposición, el poder político es la creación continua de Estado en la sociedad humana. Lejos de postular la creación de un poder popular para alcanzar la Anarquía, Landauer propugnará la creación de relaciones comunitarias con ese mismo fin.

Rocker: el Poder contra la Cultura

Contemporáneo de Landauer y bastante más prolífico, Rudolf Rocker desarrolló una teoría general del poder en su obra Nacionalismo y Cultura, escrita pocos años antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Para Rocker los conceptos de nacionalismo y poder eran antagónicos con el concepto de cultura. Cuando el poder aumenta y se expande, disminuye la cultura, y por el contrario, cuando la cultura se amplía y desarrolla, el poder tiende a disminuir a su mínima expresión. La forma en la que el poder político se expresa más acabadamente en la sociedad moderna es el Estado, el cual se impone sobre la sociedad.
Para desarrollar su argumentación Rocker hace un recorrido por la Historia humana, desarrollando esta tensión entre la cultura (que es producto de la sociedad y es el medio que asegura al hombre su subsistencia material, su desarrollo intelectual y artístico) y el poder (tanto el poder político, cuya expresión moderna son el nacionalismo y la burocracia, como sus antecesores de tipo religioso y económico, que están concentrados en una minoría). Para Rocker, el crecimiento firme del poder de la burocracia política, que dominaba y vigilaba la vida de las personas, había liquidado la cooperación voluntaria y la libertad individual dentro de la sociedad, implementando la “tiranía del Estado totalitario contra la cultura.” El auge del fascismo y el estalinismo, que estaban en su cenit en el tiempo en que Rocker escribió su obra y constituían su gran preocupación, llevaron al autor a intentar explicar esta nueva expresión política que parecía aplastar todo aquello que se le oponía. Así describía a esta nueva “religión política” moderna:

“Lo mismo que la teología de los diversos sistemas religiosos aseguraba que Dios lo era todo y el hombre nada, así esta moderna teología política considera que la nación lo es todo y el ciudadano nada. Y lo mismo que tras la voluntad divina estuvo siempre oculta la voluntad de minorías privilegiadas, así hoy se oculta siempre tras la voluntad de la nación el interés egoísta de los que se sienten llamados a interpretar esa voluntad a su manera y a imponerla al pueblo por medio de la fuerza.”

Esta “voluntad de minorías privilegiadas” a que hace mención Rocker, que no es otra cosa que la voluntad de poder, tiene un papel preponderante en su tesis, tanto es así que en el primer capítulo de Nacionalismo y Cultura asume que “cuanto más hondamente se examinan las influencias políticas en la Historia, tanto más se llega a la convicción de que la voluntad de poder ha sido, hasta ahora, uno de los estímulos más vigorosos en el desenvolvimiento de las formas de la sociedad humana.” Con esta afirmación Rocker apuntaba directamente a las tesis del materialismo histórico, que postulaba una suerte de determinismo de las estructuras y condiciones económicas sobre los acontecimientos políticos y sociales. Sin negar que la economía tiene un papel importante en la causalidad de los hechos sociales, Rocker postulaba que “la voluntad de poder, que parte siempre de individuos o de pequeñas minorías de la sociedad, es en general una de las fuerzas motrices más importantes en la Historia, muy poco valorada hasta aquí en su alcance, aunque a menudo tuvo una influencia decisiva en la formación de la vida económica y social entera.”

El estudio de la evolución social y la historia –sostiene Rocker- nos revela que en todas las épocas “se encuentran frente a frente dos poderes en lucha permanente, franca o simulada, debido a su diversidad esencial interna, a las formas típicas de actuación y a los efectos prácticos resultantes de esa diversidad. Se habla aquí del elemento político y del factor económico en la historia, los que también podrían denominarse elemento estatal y factor social en la evolución histórica. Los conceptos de lo político y de lo económico se han interpretado en este caso demasiado estrechamente, pues toda política tiene su raíz, en última instancia, en la concepción religiosa de los hombres, mientras que todo lo económico es de naturaleza cultural y se halla, por eso, en el más íntimo contacto con todas las fuerzas creadoras de la vida social; generalmente se podría hablar de una oposición interna entre religión y cultura.”

Así como lo expone Rocker, dos pares antagónicos de fuerzas se encuentran en tensión y oposición: por un lado el poder, la política y la religión, encarnados en grupos minoritarios que imponen su dominación sobre las mayorías a través de instituciones como la Iglesia y el Estado; y por el otro la economía y la cultura de las mayorías que integran la sociedad. Pero la religión será la piedra angular, el basamento sobre el cual la evolución social derivará en el surgimiento del poder político ya que en todos los sistemas religiosos se reflejó “la condición de dependencia del hombre ante un poder superior al que dio vida su propia fuerza imaginativa y del cual se convirtió luego en un esclavo”. La religión hizo al hombre (su creador) el esclavo de su creación (las deidades sobrenaturales), de la misma forma que posteriormente haría con el poder político y el Estado, que eventualmente ocuparán el lugar de divinidad suprema. El autor lo expresará sin rodeos ni sutilezas: “la religión estuvo confundida ya desde sus primeros comienzos precarios, del modo más íntimo, con la noción del poder, de la superioridad sobrenatural, de la coacción sobre los creyentes, en una palabra, con la dominación.” Esta realidad se vería expresada claramente en la pretensión de los representantes del principio de autoridad de ser la encarnación del poder de Dios, de su origen divino.

Sin embargo, Rocker reconoce la importancia de los intereses económicos en las políticas de dominación de los grupos humanos desde los tiempos primitivos: el deseo de apropiarse de los recursos de otro grupo humano, de su territorio, sus riquezas o sus mujeres. El sometimiento de una tribu por otra convertía a los vencidos en tributarios de una casta privilegiada. No entraremos en detalles sobre esta argumentación que se basaba en fuentes poco confiables y en investigaciones de una etnología neófita e inexperta. Para Rocker el comportamiento expansionista de las castas de poder era un comportamiento universal que se manifestaba a lo largo de toda la experiencia histórica y social:

“está en la esencia de todo poder que sus usufructuarios aspiren continuamente a ensanchar la esfera de su influencia y a imponer su yugo a los pueblos más débiles. Así surgió, poco a poco, una casta especial para la cual la guerra y la dominación sobre los demás se convirtió en oficio. Pero ninguna dominación pudo, a la larga, apoyarse sólo en la violencia bruta. Esta puede ser, a lo sumo, el instrumento inmediato de la subyugación de los hombres, pero por sí sola, sin embargo, no puede nunca eternizar el poder de individuos o de toda una casta sobre grandes agrupaciones humanas. Por eso hace falta más, hace falta la creencia del hombre en la inevitabilidad del poder, la creencia en la misión divina de éste. Y tal creencia arraiga, en lo profundo de los sentimientos religiosos del hombre y gana en fuerza con la tradición.”

En realidad la explicación de Rocker acerca del surgimiento del poder político/religioso es una lectura de los acontecimientos históricos muy influenciada por la experiencia capitalista y nacionalista contemporáneas. El expansionismo que le atribuye a los primitivos grupos tribales sobre grupos humanos más débiles, se asemeja convenientemente a la avidez sin límite de las clases burguesas que expolian a la clase obrera o al expansionismo de los Estados/Nación modernos y el Imperialismo sobre las etnias y comunidades locales. Y en este punto Rocker vuelve a un tópico que caracteriza a casi toda la literatura anarquista y que tiene su antecedente en Etienne de la Boetie: la aceptación de la sumisión voluntaria por parte de los dominados. Para Rocker esta sumisión no se impone por la violencia física exclusivamente, sino que tiene como ingrediente principal la identidad divina de la autoridad, “por eso el propósito principal de toda política, hasta aquí, fue despertar esa creencia en el pueblo y afianzarla psicológicamente. (…) Es siempre el principio del poder, que hicieron valer ante los hombres los representantes de la autoridad celeste y terrenal, y es siempre el sentimiento religioso de la dependencia lo que obliga a las masas a la obediencia. El soberano del Estado no se venera ya en los templos públicos como divinidad, pero dice con Luis XIV: ¡El Estado soy yo! El Estado es la providencia terrestre que vigila a los hombres y conduce sus pasos para que no se aparten del camino recto. Por eso el representante de la soberanía estatal es el supremo sacerdote del poder, que encuentra su expresión en la política, como la encuentra la veneración divina en la religión.” La sumisión voluntaria al poder del Estado sería entonces la consecuencia de la legitimación del poder político por medio de la religión.

Otro asunto que tratará Rocker en su obra será la unicidad del poder, es decir, su pretensión y “deseo de ser único, pues, según su esencia, se siente absoluto y se opone a toda barrera que le recuerde las limitaciones de su influencia. El poder es la conciencia de la autoridad en acción; no puede, como Dios, soportar ninguna otra divinidad junto a sí.” Esta característica de las estructuras de poder se manifiesta en una lucha por la hegemonía entre los diversos grupos de poder. En el fundamento de todo poder se halla esta simiente que aspira a someter todo movimiento social a una voluntad central y única, personificada a veces en la figura de un monarca, de un partido o de un representante elegido constitucionalmente. La unidad del poder se expresa a través del respeto a los símbolos que legitiman la autoridad política desde el sentimiento religioso. Las instituciones de Estado, Nación, Partido y/o Religión se funden en un poder único que se expande y ensancha a costa de otros grupos de poder (grupos que no obstante ser más endebles, ocultan también una voluntad de dominio universal latente): “El sueño de erigir un imperio universal no es sólo un fenómeno de la historia antigua; es el resultado lógico de toda actividad del poder y no está ligado a determinado periodo.”

La visión del poder que expuso Rocker estaba muy a tono con la sociología de su tiempo; el poder era estudiado como una estructura, no como una relación (como planteará Foucault décadas más tarde), y en sus argumentaciones se pueden encontrar esbozadas ideas de autores tan disímiles como Weber, Marx o Durkheim. Las tesis de Rocker sobre el poder se enmarcaban perfectamente en el contexto de la sociología de inicios del siglo XX. En esta línea, nuestro autor postulará que una de las primeras condiciones para la existencia de cualquier poder estriba en la división de la sociedad en clases, estamentos o castas superiores e inferiores. Estas estructuras de poder serán legitimadas por la religión, la tradición y los mitos, presentando esta situación de desigualdad como ineludible, fatal y necesaria, como parte de un orden social natural.

En las sociedades donde existen grupos de poder organizados políticamente, éstos se apropian de los productos culturales, económicos y simbólicos que la sociedad crea para su reproducción vital. Observando esta situación de desigualdad que originan las estructuras de poder en las sociedades, Rocker desestima la existencia de cualquier facultad creadora del Poder:

“la creencia en las supuestas capacidades creadoras del poder se basa en un cruel autoengaño, pues el poder como tal no crea nada y está completamente a merced de la actividad creadora de los súbditos para poder tan sólo existir. Nada es más engañoso que reconocer en el Estado el verdadero creador del proceso cultural, como ocurre casi siempre, por desgracia. Precisamente lo contrario es verdad: el Estado fue desde el comienzo la energía paralizadora que estuvo con manifiesta hostilidad frente al desarrollo de toda forma superior de cultura. Los Estados no crean ninguna cultura; en cambio sucumben a menudo a formas superiores de cultura. Poder y cultura, en el más profundo sentido, son contradicciones insuperables; la fuerza de la una va siempre mano a mano con la debilidad de la otra. Un poderoso aparato de Estado es el mayor obstáculo a todo desenvolvimiento cultural. Allí donde mueren los Estados o es restringido a un mínimo su poder, es donde mejor prospera la cultura.”

La fuerza creadora reside en la cultura, “se crea a sí misma y surge espontáneamente de las necesidades de los seres humanos y de su cooperación social.” La cultura en sus más variados aspectos, ya sea el tecnológico, el artístico, el moral o el económico es originada por la sociedad, mientras que las instituciones políticas se apropian de este desarrollo para afianzar su poder y dominar la vida social. El poder político entra en inevitable contradicción con las fuerzas creadoras del proceso cultural, cuya naturaleza es multiforme y diversa, procurando uniformar, encarrilar, cristalizar y disciplinar dicho proceso creador. Pero la cultura se renueva y adapta constantemente por más que las fuerzas políticas intenten imponer su dominio y obstaculizar su evolución. El Estado, que siempre es infecundo, aprovecha esta fuerza creadora de la cultura para direccionarla en su beneficio y solo favorece a aquellos elementos de la cultura que favorecen la conservación de su poder. Por eso Rocker afirmará que es imposible hablar de una cultura de Estado, porque cultura y poder son fuerzas contradictorias y en pugna permanente:

“Ya el hecho de que toda institución de dominio tiene siempre por base la voluntad de minorías privilegiadas, impuesta a los pueblos de arriba abajo por la astucia o la violencia brutal, mientras que en toda fase especial de la cultura sólo se expresa la obra anónima de la comunidad, es significativo de la contradicción interna que existe entre ambas. El poder procede siempre de individuos o de pequeños grupos de individuos; la cultura arraiga en la comunidad. (…) La cultura, en el más alto sentido, es como el instinto de reproducción, cuya manifestación conserva la vida de la especie. El individuo muere; la sociedad no. Los Estados sucumben; las culturas sólo cambian el escenario de su actividad y las formas de su expresión.”

Pero aunque esta oposición entre cultura y poder sea tan manifiesta, Rocker reconoce que en ciertas áreas de la vida social existe un campo de acción común y de entendimiento entre ambas. De este modo, “cuanto más profundamente cae la acción cultural de los hombres en la órbita del poder, tanto más se pone de manifiesto una petrificación de sus formas, una paralización de su energía creadora, un amortiguamiento de su voluntad de realización. Por otra parte, la cultura social tanto más vigorosamente pasa por sobre todas las barreras políticas de dominio, cuanto menos es contenida en su desenvolvimiento natural por los medios políticos y religiosos de opresión. En este caso se eleva a la condición de peligro inmediato para la existencia misma del poder.” Esta área de contacto entre las estructuras de poder político y la estructura social cultural, es también un área de conflicto y lucha permanente. Como resultado de esta pugna entre dos tendencias contrapuestas, asoma paulatinamente las formas de relación jurídica que enmarcan “los límites de las atribuciones entre Estado y sociedad, entre política y economía, en una palabra, entre el poder y la cultura.” El derecho, los códigos civiles y penales, las leyes y Constituciones son la cristalización de este proceso de contienda entre el poder y la sociedad, y estas instituciones son el “paragolpe que debilita sus choques y preserva a la sociedad de un estado de continuas catástrofes.” Esta discordia entre la sociedad y el Estado es comparada por Rocker con las oscilaciones de un péndulo que se traslada entre dos polos: el de la autoridad y el de la libertad. El punto en que el péndulo se detiene en el polo de libertad, la sociedad se libera del Estado, la opresión y la explotación y se establece la Anarquía. El punto en que el péndulo se detiene en el polo de Autoridad, reina la desigualdad, y se paralizan las capacidades creadoras de la sociedad en beneficio de una minoría privilegiada y se instituye el Estado nacional, su burocracia administrativa  el capitalismo.

Dentro de este último Rocker incluye a la variante “capitalismo de Estado”, para aludir al socialismo autoritario leninista, porque ahoga todas las actividades sociales y las reemplaza por la actividad estatal. Las personas que caen bajo el dominio del Estado pierden su espíritu comunitario, su libertad, su capacidad creadora y su espontaneidad; es decir, se despersonalizan. Pero Rocker advierte que la malignidad del Poder es tan superlativa que inmola a sus propios agentes: “Esa es la maldición secreta de todo poder: no sólo resulta fatal para sus víctimas, sino también para sus propios representantes. El loco pensamiento de tener que vivir por algo que contradice todo sano sentimiento humano y que es insubstancial en sí, convierte poco a poco a los representantes del poder en máquinas inertes, después de obligar a todos los que dependen de su poderío al acatamiento mecánico de su voluntad.” En estas palabras finales tropezamos con una rudimentaria teoría sobre la alienación del Poder que lamentablemente el autor no profundizó, pero que constituye una muestra acabada de sus preocupaciones contemporáneas: la despersonalización que la burocracia y el totalitarismo (fascista y estalinista) producían en el cuerpo de la sociedad transformándola en una masa inerte, obediente y disciplinada.

Reflexión final

Durante el período que discurre entre 1830 a 1900 floreció la Edad de Oro de la sociología, según sostiene Robert Nisbet. Es precisamente durante ese tiempo que surgieron y tomaron fuerza las ideas anarquistas. Dentro de dicho contexto los anarquistas teorizaron sobre el Poder y el Estado –entre otras temáticas- con la profundidad y competencia intelectual acorde a su época. A diferencia del marxismo, los teóricos anarquistas no se ataron al pensamiento de una autoridad intelectual dominante, sino que atacaron el problema del Poder desde diversas perspectivas. Pero la diversidad de enfoques no debe hacernos pensar que estas perspectivas contenían propuestas que eran incoherentes o incompatibles entre sí. La oposición entre comunidad y Estado, o las de sociedad y política, se resumen en el par antagónico que forma la Anarquía contra el Poder, y se encuentra presente en todos los autores ácratas. Es que el anarquismo no tenía una visión caprichosa o infantil que equiparaba al Estado y al Poder, sino que diferenciaba a las formas de gobierno autoritario (estructuras políticas) como un producto del devenir histórico, mientras que el Poder era una cualidad y una característica inherente al ser humano, tanto como la solidaridad, la cooperación, el egoísmo o el altruismo. Entonces, si el Estado es producto de la evolución social, el Poder (o la voluntad de adquirirlo), en cambio, es una fuerza universal que está presente en todas las sociedades de forma latente o manifiesta, que se enfrenta a los sentimientos de solidaridad y fraternidad humanas.

Si los anarquistas del presente pretendemos discutir seriamente sobre las mismas demandas que con brillantez trataron los grandes teóricos del anarquismo clásico, deberíamos dejar de lado presunciones como la de Roca Martínez, que ya citamos al comienzo de esta reseña. Desde nuestra perspectiva, todos los intentos de acomodar la noción de Poder para hacerla compatible con el anarquismo han sido estériles. La idea de un “poder popular” es tan falaz como la creencia en que los anarquistas clásicos desestimaban toda discusión sobre el poder porque era intrínsecamente malo o porque tenían una idea del poder como simple dominación o coerción. La perspectiva que presentaba al poder como dominación, sin embargo, ha sido una de las grandes líneas de pensamiento de la sociología, y su principal exponente fue Max Weber, tal vez el más grande sociólogo de la historia. Por lo tanto, la visión de los anarquistas acerca del poder no solo era coherente con el contexto en que se desarrollaron las ideas libertarias, sino que incluso era precursora de las ciencias sociales que se estaban fundando desde mediados del siglo XIX hasta las primeras décadas del siglo XX. Muchas de las intuiciones de los teóricos anarquistas sobre el poder político serán tratadas por Max Weber de forma más metódica y científica. Ahora intentaremos ilustrar esta última imagen.

La idea de Bakunin de que el poder no puede “soportar un superior o un igual, pues el poder no tiene otro objeto que la dominación; (…) ningún poder tolera a otro más que cuando está obligado a ello;” o que “la conquista no sólo es el origen, es también el fin supremo de todos los Estados grandes o pequeños, poderosos o débiles, despóticos o liberales, monárquicos o aristocráticos, democráticos y socialistas”, son ideas perfectamente compatibles con el punto de vista weberiano:

“Todas las estructuras políticas emplean la fuerza, pero difieren en el modo y la medida en que la usan o amenazan usarla contra otras organizaciones políticas. (…) No todas las estructuras políticas son igualmente expansivas (…) como estructura de poder, varían en el grado en que están orientadas hacia el exterior”.

También la idea de una búsqueda de poder encarnada en ciertos grupos dominantes que esgrimía Rocker, tiene su correlato en Weber: “la búsqueda de prestigio es propia de todas las estructuras de poder específicas, y por tanto, de todas las estructuras políticas. (…) En la práctica, el prestigio del poder como tal equivale a la gloria del poder ejercido sobre otras comunidades; equivale a una expansión del poder, si bien no siempre por vías de anexión o sumisión. Las grandes comunidades políticas son los exponentes naturales de estas pretensiones de prestigio.” También Weber describió las fuertes relaciones entre las diferencias de clase y las estructuras de poder, la acción de los partidos orientada casi exclusivamente hacia la adquisición de poder, a influir sobre las acciones comunales o materializar un determinado programa político. También la teoría del poder de Weber tiene un grado de universalidad y de aplicación general coincidente con la mayoría de las teorizaciones anarquistas, y esto se debe en gran parte a que lo que entiende Weber (un burgués insospechado de simpatizar con el anarquismo) por “poder” no difiere mucho de las postulaciones del anarquismo clásico: “entendemos por poder la posibilidad de que una persona o un número de personas realicen su propia voluntad en una acción comunal, incluso contra la resistencia de otros que participan en la acción”. Igualmente podríamos agregar que su definición del Estado como la institución que detenta el monopolio de la fuerza en la sociedad, a pesar de su evidente estrechez, podría ser suscripta por buena parte de los anarquistas.

Que hayamos mostrado algunas coincidencias entre la sociología weberiana sobre el poder y el pensamiento anarquista no debería hacernos creer que no se podrían encontrar puntos de contacto con otros autores decimonónicos como Marx, Tonnies o Durkheim. Tomamos las coincidencias con Weber en lo que respecta a su teoría sobre el poder para demostrar que las ideas de los anarquistas clásicos sobre el poder no se correspondían en absoluto con la limitada caracterización que urdió Roca Martínez. El problema del poder no fue algo que esquivaran los anarquistas por temor a contaminarse, sino que lo abordaron de forma coherente, racional y acorde con su pensamiento; ha sido esta visión tan particular sobre el poder la que ha caracterizado a los anarquistas y los ha diferenciado del resto de las corrientes ideológicas.

Finalmente, solo nos queda expresar que si los teóricos del “Poder Popular”, se empecinan en argumentar aplicando la ley del mínimo esfuerzo, tal como Roca Martínez hizo para caracterizar al anarquismo clásico, difícilmente sus ideas puedan ser aceptadas por el resto del movimiento libertario. Porque en verdad habría que pergeñar malabares argumentativos para llegar a compatibilizar significados tan opuestos como Anarquía y Poder, y aceptar aquello que desde nuestro punto de vista es absurdo e incoherente. A no ser que los anarquistas renunciemos a la sana costumbre de negarnos a pensar desde el punto de vista de los que detentan el Poder.

Bibliografía:
Bobbio, Norberto y Bovero, Michelangelo, Origen y fundamentos del poder político, México, Grijalbo, 1985.
Nisbet, Robert, La formación del pensamiento sociológico, Amorrortu, Buenos Aires, 1977.
Cappelletti, Ángel, Bakunin y el Socialismo Libertario, México, 1986.
Buber, Martín, Los caminos de Utopía, FCE, México, 1987.
- Rocker, Rudolf, Nacionalismo y Cultura, Tupac, Buenos Aires, 1942.
- Landauer, Gustav, La Revolución, Tusquets Editores, Barcelona, 1977.
- Kropotkin, Piotr, El apoyo mutuo, Ediciones Madre Tierra, Madrid, 1989.
- El Estado y su papel histórico, Fundación Anselmo Lorenzo, Madrid, 1995,
Weber, MaxEnsayos de Sociología contemporánea, Barcelona, Planeta Agostini, 1985.



[i] Sobre el concepto de poder popular remitimos al artículo “La Quimera del Poder Popular: una forma de integración al sistema”, publicado en Libertad! N° 52; también recomendamos la lectura de “Grupos Libertarios y Poder Popular”, de Rafael Uzcátegui, en Libertad! N° 57.
[ii] En otro momento emprenderemos la discusión de las teorías foucaultianas del poder, preponderantemente discursivas, totalizadoras y sin base científico/experimental.
[iii] Caminos de Utopía, FCE, 1991, Buenos Aires, pg. 68.

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